No se vale decir que no puedes jugar

Autor: Ingrid Dallal Fratz

«Jugar para un niño y una niña es la posibilidad de recortar un trocito de mundo y manipularlo para entenderlo” Francesco Tonucci.

Llevo varios días rumiando la idea de escribir sobre la importancia del juego. Hay tantos autores que han hablado de esto, que no sé qué tanto mi perspectiva pueda tener o no valor en el mundo real.

Cuando era niña (que siento que no fue hace mucho), acumulé un sin fin de millas de juego. Muchas de estas millas, fueron sin más compañía que mi imaginación; muchas otras, con mis hermanas y -por supuesto- con mis mejores amigas pasé innumerables horas inventando y creando… jugando.

Me acuerdo llegar de la escuela y cumplir con la rutina de cambiarme de ropa, ir a comer y hacer la tarea. Sin embargo, ésta última se volvió mi parte favorita del día en cuanto acomodaba a mis decenas de peluches en la cama y en sillas pequeñas, sacaba los Aquacolor para convertirlos en plumones de pizarrón (mi ventana), el cuaderno para pasar lista y me convertía en Miss Susy (una de mis maestras favoritas de la escuela, aunque nunca me dio clases). La tarea se resolvía de una manera casi mágica y las horas pasaban sin siquiera sentirlas.

En ocasiones, la sala se convertía en mi escenario favorito (literal y figurativamente). Las puertas que daban al comedor se abrían y se cerraban como telón y el estudio se convertía en aquella cabina de sonido que no debe faltar en ningún teatro. Pasé horas interminables montando las más grandes producciones al estilo Broadway y West End. Jamás faltó la falda circular que me convertiría en Liesl de La Novicia Rebelde cantando con Rolf dentro de un gazeboo o el paraguas que me permitía montar las mejores coreografías del mundo mientras de fondo sonaba I’m Singing in the Rain.

La pequeña fuente en la esquina del jardín era capaz de llevarnos a mundos submarinos llenos de criaturas de colores y plantas exóticas. Ahí, alguna vez, me encontré al Sum Sum Gomelásticum de Momo y monté en una tortuga gigante llamada Casiopea quien me llevó a conocer las flores horarias y a luchar contra los hombres grises. No muy lejos de ahí, aparecía una casita en donde las bugambilias se convertían en agua de jamaica, las suculentas en bisteces asados y la lágrima de niño en arroz o ensalada. La manguera servía de micrófono para los cantantes de moda y la pelota -llamada Ricardo- se escapaba a jugar con sus amigos sin permiso y yo -en modo mamá- lo regañaba con la ya famosa frase «Ricardo, ¡ven para acá!».

En la adolescencia, la cocina se convirtió en el set de Chepina Peralta hasta para hacer el sándwich más sencillo y mi recámara se trasformaba una vez más en los escenarios perfectos para una radionovela. Las calles -en bicicleta- eran países inexistentes en la vida real, las personas, aquellos seres que mi mente necesitaba para completar una historia. El club, el parque, el jardín de aquella casa en Chicago o las ardillas comiendo de mi mano en Alemania, todos espacios ideales para crear una historia o un juego que me permitiera entender y entenderme en el mundo.

Así, los libros, la televisión, la escuela, los amigos, la familia, los viajes, el cine, el teatro y todas mis experiencias, se entrelazaban unos con otros como neuronas haciendo sinapsis mientras yo desarrollaba un yo fuerte, un superyó lleno de dudas y cuestionamientos, un ello que me protegió y me fui convirtiendo en el ser humano que soy.

El juego siempre ha sido y será parte fundamental en el desarrollo de los seres humanos, es pieza clave en nuestra capacidad creativa y es alimento cognoscitivo, es aliado de estrategias socioemocionales y nos permite resolver problemas que de otro modo jamás serían resueltos. El juego es, también, cómplice de vida.

 

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