Es una pregunta que nos hacemos con frecuencia, especialmente cuando nos pasa algo malo o en una mala racha.

Y la respuesta más pronta podría ser ¿y por qué no? Claro, es directa, poco empática y hasta un tanto cruel. Pero me parece que es la respuesta más realistsala que podemos obtener.

Al hacer esta pregunta, y otras tantas, quisiéramos escuchar como respuesta algo que nos asegure que cualquier asunto se resolverá de manera inmediata, sin esfuerzo, vaya, casi hasta con una disculpa sobre las molestias ocasionadas. ¡Magia!

Mientras mayor sea la amenaza, en particular cuando nuestra integridad física o emocional están en riesgo, más lo sentiremos como una injusticia de la vida. No pararemos de argumentar (tanto mentalmente como en pláticas) que hemos sido buenos y no merecemos tal castigo. Habrá un momento en particular cuando esta pregunta, ¿por qué yo?, se convierta en pensamiento central y será cuando recibimos la noticia de que padecemos una enfermedad incurable que dejará secuelas incapacitantes o nos llevará al final de la vida. Entonces nos sentimos vulnerables y perdemos la capacidad e imparcialidad de un ojo crítico y objetivo.
Elisabeth Kübler-Ross estableció la teoría de etapas que va de la negación al enojo, depresión y, eventualmente, a cierta tranquilidad que da la aceptación. Sin embargo, este proceso no brinda mucho consuelo, sobre todo para los pragmáticos, quienes más bien sucumben a cosas más banales como el enojo o aburrimiento ante situaciones que los enfrentan a su vulnerabilidad.

Enoja pensar que no podremos llevar a cabo planes por los que habíamos trabajado con tanto esfuerzo, o no ver los hitos de nuestros seres queridos, tampoco ser testigos de hechos históricos (¿el primer ser humano en Marte?).

De modo que a la pregunta ¿por qué yo? el Cosmos apenas y se ocupa en responder ¿por qué no? en un hecho de estoica ironía.

A veces nos ayuda pensar que sufrimos por una buena causa, o que el riesgo que enfrentamos le servirá a otros, en lugar de simplemente acepar el peligro o gravedad de nuestra situación. Pero la realidad es que cuando te ves inmerso en una situación adversa lo que menos quieres creer es que estás a punto de ser estoicamente condecorado como héroe, sólo te sientes impotente y frustrado.

Todos los clichés dan lugar a confirmar la crudeza de la realidad. La típica pregunta “¿Cómo estás?” viene acompañada por una regla tácita que te impide responder con completa honestidad porque en realidad nadie quiere escuchar los terroríficos detalles de tu trágica situación.

Perder la salud es algo que no pensamos hasta que sucede. Casi todo lo que damos por hecho en nuestras vidas es finito: la salud, los miembros de nuestra familia, nuestras adoradas mascotas, las personas que nos rodean, la juventud, las vacaciones y un sin número de cosas más.

Ahora que si hacemos un balance y sacamos cuentas de las situaciones buenas, agradables, felices o positivas en general, podremos ver que superan, y por bastante, a los malos tiempos. Está científicamente comprobado que notamos y recordamos más lo negativo que lo positivo, y esto tiene que ver con las raíces de la humanidad ya que era más importante recordar las cosas que ponían en riesgo la integridad. Actualmente las condiciones han cambiado drásticamente, pero esta habilidad se conserva ya que lo aprendido durante momentos peligrosos o difíciles se deben recordar en caso de que sea necesario aplicarlo en el futuro. Otro factor relevante es que culturalmente estamos acostumbrados a darle mayor relevancia a lo malo y no poner tanta atención en lo bueno.

Tal vez podríamos aprender a notar los momentos buenos, felices, y decir “¿y por qué no?” a fin de tener un enfoque más positivo y disfrutar la vida un poco más.

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Autor: Ingrid Dallal Fratz

«Jugar para un niño y una niña es la posibilidad de recortar un trocito de mundo y manipularlo para entenderlo” Francesco Tonucci.

Llevo varios días rumiando la idea de escribir sobre la importancia del juego. Hay tantos autores que han hablado de esto, que no sé qué tanto mi perspectiva pueda tener o no valor en el mundo real.

Cuando era niña (que siento que no fue hace mucho), acumulé un sin fin de millas de juego. Muchas de estas millas, fueron sin más compañía que mi imaginación; muchas otras, con mis hermanas y -por supuesto- con mis mejores amigas pasé innumerables horas inventando y creando… jugando.

Me acuerdo llegar de la escuela y cumplir con la rutina de cambiarme de ropa, ir a comer y hacer la tarea. Sin embargo, ésta última se volvió mi parte favorita del día en cuanto acomodaba a mis decenas de peluches en la cama y en sillas pequeñas, sacaba los Aquacolor para convertirlos en plumones de pizarrón (mi ventana), el cuaderno para pasar lista y me convertía en Miss Susy (una de mis maestras favoritas de la escuela, aunque nunca me dio clases). La tarea se resolvía de una manera casi mágica y las horas pasaban sin siquiera sentirlas.

En ocasiones, la sala se convertía en mi escenario favorito (literal y figurativamente). Las puertas que daban al comedor se abrían y se cerraban como telón y el estudio se convertía en aquella cabina de sonido que no debe faltar en ningún teatro. Pasé horas interminables montando las más grandes producciones al estilo Broadway y West End. Jamás faltó la falda circular que me convertiría en Liesl de La Novicia Rebelde cantando con Rolf dentro de un gazeboo o el paraguas que me permitía montar las mejores coreografías del mundo mientras de fondo sonaba I’m Singing in the Rain.

La pequeña fuente en la esquina del jardín era capaz de llevarnos a mundos submarinos llenos de criaturas de colores y plantas exóticas. Ahí, alguna vez, me encontré al Sum Sum Gomelásticum de Momo y monté en una tortuga gigante llamada Casiopea quien me llevó a conocer las flores horarias y a luchar contra los hombres grises. No muy lejos de ahí, aparecía una casita en donde las bugambilias se convertían en agua de jamaica, las suculentas en bisteces asados y la lágrima de niño en arroz o ensalada. La manguera servía de micrófono para los cantantes de moda y la pelota -llamada Ricardo- se escapaba a jugar con sus amigos sin permiso y yo -en modo mamá- lo regañaba con la ya famosa frase «Ricardo, ¡ven para acá!».

En la adolescencia, la cocina se convirtió en el set de Chepina Peralta hasta para hacer el sándwich más sencillo y mi recámara se trasformaba una vez más en los escenarios perfectos para una radionovela. Las calles -en bicicleta- eran países inexistentes en la vida real, las personas, aquellos seres que mi mente necesitaba para completar una historia. El club, el parque, el jardín de aquella casa en Chicago o las ardillas comiendo de mi mano en Alemania, todos espacios ideales para crear una historia o un juego que me permitiera entender y entenderme en el mundo.

Así, los libros, la televisión, la escuela, los amigos, la familia, los viajes, el cine, el teatro y todas mis experiencias, se entrelazaban unos con otros como neuronas haciendo sinapsis mientras yo desarrollaba un yo fuerte, un superyó lleno de dudas y cuestionamientos, un ello que me protegió y me fui convirtiendo en el ser humano que soy.

El juego siempre ha sido y será parte fundamental en el desarrollo de los seres humanos, es pieza clave en nuestra capacidad creativa y es alimento cognoscitivo, es aliado de estrategias socioemocionales y nos permite resolver problemas que de otro modo jamás serían resueltos. El juego es, también, cómplice de vida.

 

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