Autor: Gerardina Martínez Félix

 

Y así fue en mi caso particular, el canto se develó en mí por sorpresa y sin pedir permiso.

En casa la música siempre tuvo un lugar preponderante dentro de nuestra formación, con ella comíamos, era una compañera durante los largos viajes en carretera y también formaba parte de los juegos de adivinanzas: ¡Qué compositor! ¡Qué obra! ¡Qué instrumento! ¡Qué época! Así pasaban nuestros días y nuestros trayectos y aprendí a amarla profundamente. Entonces, supliqué por un piano y mis padres me lo obsequiaron cuando yo tenía apenas ocho años. En mi imaginación y mis planes de vida desde niña, estuvo siempre la idea de llegar a ser concertista, conquistar los grandes auditorios y tocar la sensibilidad del mundo por medio de la música, siempre me veía con los brazos abiertos frente al público y junto a un piano. Pero la vida, no siempre es como la planeamos y el objetivo de conquistar la sensibilidad y el corazón de los otros llegó de forma inesperada y por el lugar menos explorado por mí: El canto.

Si me hubieran dicho en esa época que yo podía cantar y no sólo eso, que iba a vivir del canto, seguro me hubiera reído. El conocimiento de mi voz fue largo, inesperado y a veces doloroso también y esto es porque este instrumento que es el más cercano para el ser humano, a su vez es el más alejado y desconocido. ¿Cuántas veces hemos hecho juicios terribles cuando escuchamos por primera vez nuestra voz en una grabación? Por lo general el primer comentario es:” mi voz es horrible”. Ahora imagínense cantando.

Fue en el año de 1985 cuando ingresé al Conservatorio Nacional de Música, muy emocionada quería conquistar el piano y aprender todo lo posible para lograr el sueño de toda mi vida, sin embargo, la primera observación de mi maestro durante la primera clase de solfeo fue: vas para canto, ¿verdad? Bueno, yo esto lo tomé como un agravio tremendo, cómo me preguntaba eso si mi voz era horrible, no me entonaba, todo me quedaba alto he incomodo, no entendía la música desde ese lugar. Además, la ópera no era algo que me gustara mucho, me gustaba la música sinfónica, los conciertos para instrumento solista y orquesta y si acaso, me gustaban los “highlights” de las grandes óperas, pero hacerlo yo, me parecía prácticamente un chiste, algo más que imposible. Sin embargo, en un mundo paralelo el cual también me atrapó llamado teatro, mi desarrollo vocal fluía sin problema, podía montar canciones a los actores que lo requerían de acuerdo a las necesidades escénicas, me pedían que en determinada parte saliera cantando tal o cual cosa, componía la melodía para diferentes partes de la obra, pero fue contundente cuando para un ejercicio de dirección de mi amigo el director Alejandro Velis que en aquella época estudiaba Literatura dramática y teatro en la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que por primera vez sentí como el canto me hacía sentir radiante. El poema era Muerte sin fin de José Gorostiza, una maravilla. Alejandro exigente como es, me pidió que le llevara varias propuestas para diferentes partes del poema, y como algo casi natural, las melodías fluyeron en mí y al día siguiente tenía listas la primera parte donde Gorostiza hace referencia al capítulo 8, versículo 30 del libro de los Proverbios y el gran final, ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo… la idea era que la cantaran los actores, así que yo llegué muy preparada y con toda la seguridad de que fácilmente las podrían interpretar, pero no fue así, su cara me lo dijo todo, y tengo que señalar por justicia hacia mi trabajo, que entrenar actores es de las cosas que más me gusta y en las que he tenido muchas historias de éxito y satisfacción, pero en este caso, el Universo quería decirme algo.

Pero no fue ahí en donde acepté el llamado a la aventura, ya habían pasado varios años desde mi entrada al Conservatorio y mi andar por el increíble mundo del teatro cuando me llamaron para hacer una audición nada más ni nada menos que para la Compañía Nacional de Teatro, la obra era Chin Chun Chan y La Musas del País, dirigida por el inigualable Enrique Alonso “Cachirulo”, en ese momento yo no era actriz y no me explicaba cuál era el interés por mí, pues sí, adivinaron, el llamado fue justo porque “cantaba” y necesitaban una voz como la mía, que para ese entonces yo ya sabía que era mezzosoprano. Dios, ha sido de los trabajos más hermosos y emblemáticos en mi vida, y justo ahí fue cuando pude apreciar lo maravilloso que es poder expresar a través del canto, la alegría del público y la comunión con mis compañeros de escena y obviamente, el estar cerca de uno de los héroes de mi infancia, pero sobretodo, una vez más me sentí radiante, la voz, mi voz hacía de las suyas y yo solo tenía que dejarme llevar. Miré hacia el cielo y dije: Tú me has querido decir algo durante todos estos años y hasta ahora lo entiendo, tenía ya 23 años.

Cuando algo es para nosotros, por más que nos neguemos a ello o dudemos de nuestras capacidades, siempre nos va a encontrar, nos enviará mensajes y se hará presente por todos los medios hasta que digamos sí. Así fueron mis inicios con el canto y ahora puedo decir que no concibo mi vida sin hacerlo. Cantar para mí es un ejercicio de vida, es algo que puedo entregar y además llega hasta lugares que ni siquiera puedo imaginar.

Es un regalo que nos ha sido otorgado para gozar y compartir, también para llorar y poder expresar lo que de otra forma no sería posible, lo que no se puede explicar con palabras ni con gestos. Poder cantar nos libera y nos alimenta a la vez, nos permite estar en comunión y nos entona con la vida. Todos los seres humanos podemos hacerlo, cultivarlo y disfrutarlo, claro que existimos los profesionales y los que hemos hecho de esto nuestra fuente de trabajo, pero las personas por naturaleza cantamos. Qué importa si te dicen que lo haces bien o mal. En mi experiencia como docente, me he encontrado con alumnos que llegan muy lastimados porque alguien les dijo que no podían, que mejor se callaran y la herida que han ocasionado en ellos es muy profunda, mucho más de lo que se pueden imaginar, porque cantar es un acto de honestidad y nos lleva a compartir desde lo íntimo.  Para lograr emitir un sonido saludable, necesitamos abrir nuestro cuerpo, prepararlo para la entrada de una gran bocanada de aire que nos permitirá exponer un sonido vigoroso y bello, pero sobretodo es necesario abrir nuestro corazón.

Y entonces es justo ahí cuando lo inesperado se convierte en entrañable, en este caso porque cantar es un acto de amor, empezando por el amor hacia uno mismo, en lo personal yo parto de la premisa de “yo canto porque me amo cantando” y así, es como la comunión entre el emisor y el receptor puede llegar hasta lo sublime. Los cantantes somos contadores de historias, relatamos pasajes de la vida a través de la música y partimos de frases tan naturales como “Bésame mucho”, “Contigo en la distancia” o “El amor es un pájaro rebelde”. Cada historia nos habla de lo sencillos que podemos ser y también de la pequeña línea que une la fragilidad de la fortaleza. Historias que se cuentan desde el corrido, el bolero, el tango hasta la ópera. Lo importante es reconocer que todo se trata de nosotros, la humanidad.

La fuerza del cantante radica en llegar a lo entrañable, a la esencia del ser humano y sanar las heridas del alma, expresar desde la raíz y conectarse con el cielo. Sin este mapa imaginario desde el centro de mi ser, para mí cantar no tendría sentido, por eso es tan importante transmitir el mensaje he invitar a cantar al mundo entero, que resuene la Tierra por nuestro canto, y no tengamos pena ni reparo en hacerlo. Ya Beethoven nos invitó a experimentarlo con su maravillosa sinfonía coral que hoy en día es el canto de la humanidad.

Así que los invito a dejarse sorprender por lo inesperado, a amar su sonido porque es único e irrepetible y sobretodo porque como lo mencioné anteriormente, cantar es un acto de amor.

 

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